¿Qué ocurriría si un juez encargado de resolver un divorcio se reuniera a tomar una cerveza con uno de los cónyuges?
Esta situación, aunque parezca
trivial, pone en evidencia un claro conflicto de intereses que pondría en
entredicho la imparcialidad del juez y justificaría su recusación.
Un ejemplo más complejo, pero
igualmente preocupante, es el caso real en el que tres magistrados del Tribunal
Supremo, tras finalizar el juicio contra el fiscal general del Estado,
impartieron un curso remunerado pagado por una de las acusaciones del propio
proceso. Aunque aún no han redactado la sentencia, la participación en esta
actividad durante la fase de deliberación despierta serias dudas sobre su ética
profesional y la aparente independencia judicial.
Ambos ejemplos ilustran un
problema actual en un país con dos sensibilidades: cualquier vínculo social o
económico entre jueces y partes involucradas puede comprometer, o al menos
hacer sospechar, la integridad de la función judicial. Por ello, la jurisprudencia
tanto del Tribunal Constitucional como del propio Supremo subraya que los
jueces deben abstenerse de intervenir en procesos cuando hayan tenido
“relaciones indebidas” con alguna de las partes, garantizando así la
objetividad e imparcialidad del procedimiento.
En definitiva, el principio es
claro: evitar que relaciones directas o indirectas condicionen la percepción y
la realidad de imparcialidad judicial. Solo así se puede preservar la confianza
pública en la justicia y asegurar la legitimidad de las decisiones adoptadas.


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