Vivimos una época de embriaguez tecnológica en la que todos
nos inclinamos fascinados ante el becerro de oro de las nuevas tecnologías.
Sin embargo, debemos hacernos una pregunta antipática:
¿constituyen todas estas nuevas tecnologías avances
productivos o tecnología banal?
¿Por qué entonces se ha ralentizado el crecimiento de la
productividad en los países desarrollados?
Dado que el tiempo es un recurso evidentemente escaso (una
constante desde el albor de los tiempos es que el día tiene sólo 24 horas), la
clave del progreso material a largo plazo es el aumento de la productividad, es
decir, cuánto más logramos producir en esas mismas 24 horas:
todo aquello que nos haga ganar tiempo es un aumento de la
productividad, y todo aquello que nos haga perder tiempo supone una caída de la
misma.
Los revolucionarios avances posteriores a la Revolución
Industrial supusieron enormes ahorros de tiempo. Hasta entonces y durante
milenios, la productividad apenas aumentaba y, en consecuencia, generación tras
generación las familias disponían prácticamente de los mismos recursos que sus
antepasados más lejanos. Las granjas del s. XVIII, por ejemplo, eran muy
parecidas a las de los tiempos de Roma.
Con la Revolución Industrial, y por primera vez en la
Historia, se sustituyó la fuerza bruta del hombre y de los animales por la de
la máquina, primero con la máquina de vapor y, posteriormente, con la
electricidad y el motor de combustión.
También por primera vez el tren, al barco a motor, al
automóvil y, finalmente, al avión lograron una inimaginable reducción de
tiempos de viaje acortando distancias. Hasta principios del s. XIX los hombres
viajaban de la misma forma (a pie y a caballo) y los barcos utilizaban la misma
tecnología (la vela) que en el Antiguo Egipto, casi 5.000 años antes.
Por primera vez, la electricidad permitió no depender de la
luz diurna y la noche pudo transformarse en día sin encender fuego. Se
inventaron el telégrafo y el teléfono, la radio y la televisión, por lo que
también por primera vez el hombre pudo comunicarse a distancia, transmitir
sonido e imágenes y conservarlas.
El frío artificial hizo posible la conservación de
alimentos, el aire acondicionado, el progreso en climas cálidos, los
electrodomésticos liberaron tiempo y trajeron confort, la producción en cadena
permitió un increíble abaratamiento de los bienes, los fertilizantes hicieron
posible multiplicar la producción de alimentos con la misma superficie de
tierra cultivable (otro recurso escaso) y el desarrollo de materiales como el
acero, el plástico y la fibra de vidrio facilitaron la fabricación de bienes
impensables hasta entonces.
Todo ello fue posible gracias a la energía barata provista
por combustibles como el carbón y el
petróleo, hoy tan grotescamente denostados, sin cuya abundancia y eficiencia
energética resulta impensable tamaño salto de progreso de la Humanidad.
Desde el punto de vista humano, el aumento de la
productividad siempre ha tenido su origen en el ingenio y tenacidad de una
minoría de inconformistas capaces de apoyarse en el conocimiento y la
experiencia acumulados por generaciones precedentes y, simultáneamente,
cuestionar creencias arraigadas y limitantes desafiando el statu quo en la
terca convicción de que mejorar es posible. Estos inconformistas son
científicos, inventores y también empresarios, cuyo papel en el aumento de la
productividad a través de las mejoras del proceso productivo suele ser
ignorado.
Por ejemplo, entre 1909 y 1919 Henry Ford, inventor de la
producción en cadena, pasó de fabricar 18.000 coches anuales a fabricar
1.000.000 con tal eficiencia productiva que, en el mismo período, pudo bajar el
precio medio de cada Ford T cerca de un 50%, doblar el salario mínimo en sus
fábricas y lograr beneficios año tras año (frente a tantas “empresas”
tecnológicas actuales en las que los beneficios, como Godot en la obra de
Beckett, nunca llegan).
Pues bien, este salto tecnológico brutal se produjo,
fundamentalmente, entre principios del s. XIX y el segundo tercio del s. XX, y
supuso un enorme ahorro de tiempo.
Desde entonces, la productividad en los países desarrollados
parece haberse ralentizado, conviviendo avances en el campo de la robótica y la
automatización de rutinas con mejoras marginales poco destacables en multitud
de productos, evoluciones más que revoluciones.
Esta disparidad entre la percepción generalizada de estar
viviendo inmersos en increíbles avances tecnológicos y una mediocre mejora de
la productividad causa cierta perplejidad.
Es cierto que muchas innovaciones recientes sólo están
dirigidas a la miniaturización y a un ocio generalmente poco inteligente, más
que a aumentar la productividad. Incluso el extraordinario invento de internet
parece haber tenido un efecto relativamente efímero en la productividad y puede
haber caído ya en manos de la ley de rendimientos decrecientes.
De hecho,
¡cuánto tiempo perdemos con ciertas aplicaciones de las
nuevas tecnologías como el email o los teléfonos móviles, en los que tecleamos
como taquígrafos enloquecidos salivando como perros de Pavlov cada vez que
oímos el aviso de que alguien nos ha escrito alguna nadería!
¿Y qué decir del tiempo perdido en las redes sociales (o
deberíamos decir asociales), esos instrumentos de propaganda y linchamiento
organizado, de control de la población, de fomento de la esclavitud del qué
dirán y de incitación a todo tipo de adicciones
Así surge una pregunta incómoda para una sociedad que sufre
de histeria tecnológica:
¿es comparable el salto producido entre 1800 y 1970 con el
producido por los cambios tecnológicos del último medio siglo? Pongámoslo de
otra manera.
¿Qué valoraría más un hogar africano pobre:
agua corriente, electricidad, teléfono fijo,
electrodomésticos, fertilizantes, aire acondicionado y un coche, o un ordenador
con internet, un móvil llenito de aplicaciones y un perfil en las redes
sociales?