viernes, 27 de julio de 2018

La cruda realidad de Sánchez.

El presidente del Gobierno empieza a percibir la oscuridad del pozo en el que se halla inmerso. Duerme en La Moncloa, sí, cumpliendo con ello un viejo anhelo, aunque es probable que ni siquiera le dé tiempo a terminar de redecorar la casa. Ejercer alguna clase de poder con 84 diputados resulta misión imposible, especialmente cuando sus socios oscilan entre la extrema izquierda populista y el supremacismo separatista, sin olvidar a los amigos de ETA. Ha tardado unas semanas en darse cuenta de su verdadera situación, pero es de suponer que a estas alturas será consciente de lo que le espera: un suplicio lento, entre el chantaje político y la humillación parlamentaria, hasta verse abocado a convocar elecciones anticipadas como única salida al deterioro de su partido y la parálisis de su país.
Hay quien piensa que le es indiferente ese horizonte marcado por la coacción permanente de quienes lo encumbraron. Que, asegurada la magnífica pensión vitalicia aparejada a la ocupación del sillón, lo que suceda con el socialismo, con España e incluso con su propio nombre no es algo que le quite el sueño. Yo tiendo a pensar que le importa, aunque solo sea por la altivez que desprende en cada gesto y cada pose; por la arrogancia con la que comete indecencias de manual como utilizar un avión militar para asistir junto a su mujer a un concierto en Benicásim. ¡Claro que le importa! Sobre todo porque es probable que haya llegado a creerse la versión de su corte de aduladores y piense que debe el cargo a su valía, su astucia y su genialidad, en lugar de comprender que está donde está únicamente porque a quienes votaron con él la moción de censura de Rajoy les convenía un líder del Ejecutivo débil, cautivo de su respaldo y rehén de sus exigencias. Si se tiene en tan alta estima, percibirá cada votación perdida en el Congreso como una muestra de ingratitud intolerable amén de una oportunidad desaprovechada y una ofensa personal imperdonable. Le dolerá. ¿Cómo no va a dolerle? Sánchez se considera plenamente merecedor de su posición actual, a pesar de haber obtenido los peores resultados electorales en toda la historia del PSOE. Quemar tanta vanidad en la hoguera de su minoría absoluta no ha de resultar nada fácil.
El candidato a ostentar el récord de menor permanencia en el despacho presidencial pensaba que bastarían su figura, su talante dialogante y su bandera progresista para meter en vereda constitucional a los independentistas catalanes ¿verdad? Pues no señor. A las huestes del lazo amarillo acaudilladas por Puigdemont les importa un comino el color del inquilino monclovita. No buscan conversar con él, sino obligarle a claudicar, someterle. Y si no lo consiguen, porque no está en su mano darles lo que piden, acabarán dejándole caer en el momento más oportuno para sus intereses secesionistas. Los podemitas de Pablo Iglesias tampoco le acompañan por amor. Pretenden arrancarle concesiones impagables en términos presupuestarios, que luego se encargarán de rentabilizar en las urnas atribuyéndose el mérito en las tertulias televisivas. ¡Y Sánchez que creyó en la lealtad del escorpión...! Para terminar de completar su catálogo de desgracias, el PP ha salido del letargo ideológico en que lo tenía sumido el marianismo, eligiendo a un presidente sin complejos que se dispone a plantar cara con fuerza desde su mayoría absoluta en el Senado, y Ciudadanos no ceja en su empeño de reclamar que nos permitan votar.
Esa es la realidad, la cruda realidad a la que se enfrenta Pedro Sánchez.