El golpe del Gobierno en Madrid destapa otra farsa del presidente, su cuento de la España federal.
Desde que España recuperó la democracia hemos vivido tres ejemplos canónicos de golpismo: un grupo de nostálgicos de la dictadura tomando el Congreso con pistola, una banda terrorista disparando por la nuca para reclamar la independencia de una parte del territorio y un tropel de separatistas atacando al Estado con una declaración de independencia en un parlamento regional. Las subversiones siempre se hacen, por antonomasia, de abajo a arriba porque consisten en anular por la fuerza a quien esté mandando. Pero ayer asistimos a un golpe al poder desde arriba hacia abajo. Gracias a la innovación de Pedro Sánchez, los historiadores tendrán que escribir ensayos en el futuro sobre esta nueva versión del autogolpismo, que consiste en fagocitar cualquier órgano.
de poder inferior al que ostente el sublevado. Porque la declaración del estado de alarma en Madrid no tiene ninguna explicación técnica si no se aplica también en Navarra, Aragón, La Rioja o cualquier otra comunidad autónoma española con una tasa de contagios similar a la gobernada por la diabólica Isabel Díaz Ayuso. Es una medida estrictamente política y, por ende, arbitraria. Un ataque desde el Gobierno central a la libertad de un territorio que ha cometido la tropelía de votar a otro partido. No hay más. Sánchez tiene competencias para tomar el mando único en cualquier comunidad, pero si lo hace con criterios veleidosos y arteros y por intereses estrictamente particulares, viola el sistema. El problema es que su obsesión con Ayuso, a la que patea como a un muñeco de feria, le ha llevado a cometer un error impropio de alguien tan gélido. El presidente es un esquimal político. Actúa siempre a su capricho, aunque eso le obligue a defender una cosa y la contraria, con frialdad mayestática. Hasta ahora nunca lo habíamos visto encenderse. Todo lo tenía calculado en el laboratorio glacial en el que su «batablanca» Iván Redondo juega al «Quimicefa» con España. Pero Díaz Ayuso ha conseguido arrancarle la mascarilla. Sánchez enseñó ayer su verdadero rostro atrabiliario y cayó en el desatino de todos los déspotas del mundo: gobernar con el duodeno. Si mañana hubiese elecciones en Madrid, el PP arrasaría.
La presidenta de la Comunidad puede haber cometido errores, torpezas o negligencias, pero no muchas más que Chivite en Navarra o Lambán en Aragón, por no hablar de la afrenta catalana, en la que el Gobierno nunca ha intervenido alegando su vocación federalista. ¿Ahora no vale la idea de la plurinacionalidad y la descentralización? ¿Tiene Sánchez alguna convicción o sólo tiene intereses? Por eso Ayuso, más allá de que Ciudadanos pueda acabar haciéndole la cama, sale reforzada de este ataque y siempre podrá presumir de haber destapado la condición nepotista de Pedro Sánchez ante todos los españoles. Lo que la presidenta de los madrileños ha aflorado aguantando esta humillación es la esencia del sanchismo, un concepto político basado en la soberbia. El estado de alarma en Madrid revela las ínfulas autoritarias de Pedro Sánchez y sus aliados populistas, que hasta el momento habían sabido enervar el papel del Rey o la independencia de la Justicia con discursos ambiguos o maleables, pero que ayer quedaron atrapados en el cepo de los basiliscos. Esta sinécdoque política en la que el todo se apropia de la parte y ordena las mismas restricciones que horas antes había rechazado un juez tendrá un final dulce. Hoy todos sabemos, incluso la ministra Celáa, que fue pillada saltándose sus propias normas, que Pedro Sánchez pasa de nosotros. Pero el expolio a golpes del poder regional desde el nacional es como una picadura de abeja. Hace más daño a quien pica que a quien se duele.
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