Imaginen esta escena. Varios adolescentes o jóvenes reunidos
esgrimiendo cada uno un teléfono móvil. Hablan, pero lo imprescindible.
Teclean, como posesos, mensajes apocopados e intrascendentes por wasap.
Nunca se ha comunicado tanto, pero, eso sí, con intermediación
electrónica. Su lenguaje se hace más lacónico, más concentrado, quizá más
intrascendente.
Estos jóvenes alevines del progreso
casi no saben quién era Gutemberg. Sus dedos cada
vez están menos familiarizados con el
tacto suave del papel, con la sutil urdimbre de su textura. Muchos casi han
olvidado el olor agradable del papel impreso porque del móvil pasan a la
tableta.
Dentro de muy poco se extinguirán también los libros de texto,
se cerrarán librerías y muchas bibliotecas languidecerán hasta su patética
clausura.
Para no saturar las redes se establecerá, por ley y de forma
inflexible, una comunicación máxima de 140 caracteres.
Los infractores serán perseguidos con saña por la Policía del
pensamiento. Serán proscritos discursos, conferencias, opúsculos, panfletos,
periódicos y libros, y la literaria distopía de Ray Bradbury en Fahrenheit
451, desgraciadamente, se hará
una hiriente realidad no deseada.
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